Cuando llega un nuevo integrante a la familia, uno de los primeros momentos importantes es elegir su nombre. Ese nombre no solo tiene la función de diferenciarlo de los demás dentro y fuera de la familia, sino que le otorga su propia individualidad. Sin embargo, aquí es donde radica el problema: el nombre dado siempre lleva consigo una expectativa, muchas veces inconsciente, de quien lo otorga, lo que puede condicionar la vida de ese nuevo ser de maneras que ni siquiera imaginamos.
Pongamos algunos ejemplos. El nombre Victoria tiene, a primera vista, una connotación positiva, asociada al éxito, la superación y la conquista. No obstante, puede cargar con una presión implícita: la expectativa de que quien lo lleva debe siempre triunfar, ser exitosa. Esta carga puede generar malestar cuando la realidad no alcanza esos estándares, y la persona empieza a sentirse como si estuviera fallando, incapaz de cumplir con la imagen idealizada del nombre.
Lo mismo ocurre con nombres como Ulises, que evocan fuerza, valentía y resistencia. Esta carga simbólica puede hacer que quien lo lleva sienta la presión de no poder mostrar vulnerabilidad, de tener que ser siempre fuerte, incluso cuando, como todos, también necesita momentos de debilidad o descanso. Es una expectativa que puede ser difícil de manejar, sobre todo cuando la persona se siente humana, imperfecta y vulnerable, como cualquier otro ser humano. Luego están los nombres que se repiten en el árbol familiar, como una forma de honrar a un ancestro. Aunque la intención es buena, esto puede cargar al nuevo miembro con una historia que no es suya. Es como si, sin querer, tuviera que seguir el camino de esa persona del pasado, a veces incluso para completar lo que esa figura no pudo hacer. En casos como este, el nombre puede sentirse como una responsabilidad pesada, una historia ajena que no le corresponde.
Otro caso frecuente es cuando un niño lleva el mismo nombre que su padre o madre, generando una sombra sobre su individualidad. Esta repetición puede hacer que el hijo se sienta eclipsado por la figura de su progenitor, sin espacio para ser él mismo. Es como si estuviera destinado a seguir los mismos pasos, a vivir bajo la expectativa de alcanzar lo que el otro ya ha logrado. Esta presión sutil, pero real, puede dificultar el desarrollo de una identidad única y personal. Es importante tener en cuenta que, en una familia, el nombre debería ser elegido por los padres, quienes son los encargados de crear el vínculo filial y mantener el orden dentro del árbol familiar. Si el nombre es otorgado por un abuelo, por ejemplo, puede generar un desorden en la jerarquía familiar, confundiendo los roles. Y si es elegido por un hermano, puede imponer una responsabilidad que no le corresponde, poniendo sobre el niño una carga que no debería ser suya. Es esencial que el nombre sea parte de una construcción emocional y afectiva dentro del contexto familiar, respetando las dinámicas naturales de esa unidad.
El nombre, entonces, puede influir en nuestra vida, pero no nos define por completo. Aunque tiene un impacto significativo en nuestra identidad, no somos prisioneros de él. Si entendemos cómo influye en nuestra percepción de nosotros mismos, podemos aprender a trabajar con él, darle el significado que queremos. Si sientes que tu nombre te impone una carga pesada, reflexiona sobre lo que realmente significa para ti y busca formas de adaptarlo a tu propia identidad. Hablar con los miembros de la familia sobre las historias y expectativas asociadas al nombre también puede ayudarte a liberar cualquier presión que sientas.
El trabajo con el nombre no tiene por qué ser complicado. Se trata de reconocer cómo ese nombre se conecta con tu historia, entender qué representa para ti y ver qué es lo que realmente deseas que simbolice. Al final, el nombre es solo el primer capítulo de una historia que, lo más importante, es cómo decidimos escribirla. Como nos recuerda el filósofo y psicólogo Erik Erikson, la identidad no es un destino fijo; es un proceso que se construye, una narrativa que evolucionamos constantemente, y el nombre, en su conjunto, puede ser una parte importante de esa evolución.
Al final, el nombre es solo un punto de partida, no el límite de nuestra identidad. Depende de nosotros darle el peso y la interpretación que deseemos, y sobre todo, saber que nuestra historia está en nuestras manos, más allá de cualquier expectativa.

